Lunes, 8 de la mañana, hora punta, lluvia densa y viento racheado, demasiado frío para el mes de mayo. El ruido del tráfico no deja escuchar nada más. Sólo las sirenas de las ambulancias, en su carrera a vida o muerte, logran imponerse. Apatía en los rostros de los conductores. En la parada del autobús, dos personas esperan mientras dejan volar sus pensamientos a lugares remotos. Un hombre joven, en la treintena, dibuja en su cara una amplia sonrisa al recordar a su primogénita que nació ayer. En las manos lleva un enorme ramo de flores -lirios rosas y blancos-, el primero que decorará la habitación de su mujer y de su hija. De pie, esperando con el ceño fruncido, una mujer de unos cuarenta. Viste elegante traje de chaqueta y zapatos de tacón que acompaña con un maletín. En su cabeza también hay niños, pero éstos gritan; y la reunión de por la mañana en el trabajo; y la bronca con el jefe de ayer; y el psicólogo con su hijo mayor esta tarde, por los problemas de comunicación que tienen; y la clase de apoyo de matemáticas del mediano; y el ballet de la pequeña; y la cena, en silencio. El día se presenta tan horrible, que la mujer trata de borrar de su cabeza cualquier atisbo de pensamiento, para no hundirse en una vida con la que no está contenta.
El recién estrenado papá se cambia el ramo de mano y, en ese gesto, los lirios inundan con su olor la parada del autobús, único reducto de aire seco. ¿A qué huele? La mujer cierra los ojos para tratar de hacer más vivo el recuerdo. Los expertos en neurología coinciden en afirmar que una fragancia es capaz de despertar la memoria con más facilidad incluso que una imagen. Ella sabe que no es la primera vez que huele esos lirios dulzones. Y su cabeza la traslada a su infancia, cada vez más remota, a una mañana de mayo soleada, no como ésta. Su imagen era bien distinta: dos trenzas, falda plisada, un calcetín abajo y el otro arriba. Muchas niñas como ella iban pasando en fila india por delante de la imagen de la Virgen. Cada una dejaba su ramo a los pies de la madera tallada. Las más mayores se ocupaban de colocarlos ,Ella se quedó parada frente a María, las dos tenían trece años:
«Qué curioso -se dijo a sí misma-, si podría ser como una amiga mía.
¿Quieres ser mi amiga?», le preguntó en una suerte de reto para ver si Ella se atreve a contestar: «Soy tu amiga», le contestó la Virgen.
Ella se quedó tan petrificada, que una monja tuvo que avisarla para que avanzara, estaba colapsando el rosario de niñas y flores. Ahora se acuerda bien de ese momento mágico, del olor a lirios que inundaba la capilla y de cómo, desde entonces, no se separó de María, su amiga, su confidente, su consejera, su ejemplo.
Pero eso fue durante un tiempo. Después, se acabó el colegio y se acabaron los lirios, se acabó la capilla y ya no hubo más meses de mayo dedicados a María, ni más charlas con la amiga, con la fiel oyente, con la que había elegido ser la esclava del Señor. Y la vida se hizo un jaleo, ya no tuvo tiempo para acordarse de su Madre. Se casó, y luego ella también fue tres veces madre, y trabajadora, y sufridora, y estresada, y hacía mucho tiempo que se le había olvidado sonreír. Pero aquellas flores… ¡Qué feliz era cuando hablaba con Ella! ¡Qué tranquilidad y confianza al avanzar en la vida con su consejo!
El autobús llega atestado de gente, como si fuera el único de esa línea que hubiera pasado en toda la mañana. Los dos se hacen hueco para subir: el chico de las flores y la mujer con sus tristezas. La siguiente parada no es aún la suya, pero ve una iglesia. Es pequeña, antigua, empotrada en dos edificios modernos como si se hubiera salvado de milagro de la voracidad arquitectónica de la urbe. Como por un acto reflejo, se baja del autobús al que tanto había esperado y se mete en la iglesia. ¡Huele a lirios! Al pie de una imagen de la Virgen, decenas de ramos compiten con sus vistosos colores. Se sienta en el primer banco y pregunta: «¿Quieres ser mi amiga?» Ella contesta: «Siempre lo he sido».
Ese día, la Virgen le ayuda con la reunión para que fuera paciente con todos y supiera perdonar, la acompaña en el coche de camino al psicólogo y la anima para que empiece a hablar con su hijo, para que le pregunte por su día; también va con Ella a dejar al mediano en clase de matemáticas y le enseña a entender el esfuerzo que él está haciendo, y sonríe junto a Ella al ver a la pequeña bailar. Y esa noche, en la cena, ya no hay silencio, porque aquella mujer había invitado a su Madre, su amiga, la Virgen, a compartir con ella mesa y mantel. Por mucho que lloviera, volvía a ser mayo, el mayo de los lirios, el mes de María.
Le pedí a Dios estar en primera fila… Él me colocó en el último lugar para que conociera la paciencia y la humildad.
Le pedí ser el centro del mundo … Él me enseñó que la vanidad me aparta del centro de cualquier cosa.
Le pedí Fama y gloria … pero Él me concedió sencillez y comprensión para que mi ego no fuera a herir a los demás.
Le pedí a Dios un auto que viajara veloz… Él me concedió un paso firme por el sendero correcto para que no atropellara mis sentimientos.
Le pedí Tener una mansión, pero… Él me dio una pequeña casa llena de ternura y amor.
Le pedí poseer dinero para tener muchos amigos, pero Él me concedió algo mejor: me ofreció Su amistad no a cambio de mi dinero sino de mi sinceridad.
Le Pedí a Dios poseer mucha belleza y sin embargo Él me dio sensibilidad y belleza espiritual para que no me sintiera más que los demás.
Le pedí a Dios ser siempre feliz, pero… Él me hizo conocer la tristeza para que comprendiera que la vida no sólo está compuesta de cosas bellas y para que tuviera compasión por el sufrimiento de los demás.
Le pedí un carácter fuerte, pero… Él me concedió un corazón blando y un carácter pasivo para que pudiera amar y ayudar a los demás.
Le pedí tener el mundo a mis pies, pero… Él me hizo comprender que es mejor tener amigos en el corazón.
Por todo eso Dios mío nunca me concedas todo lo que te pido, concédeme lo que hasta hoy he tenido la dicha de poseer.
Diego Montilla Muro, SDB.
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